"La gratitud infinita" por Leonardo Cabrera

Artículo aparecido en el diario El Mundo escrito por Leonardo Cabrera, escritor uruguayo autor de “Mecanismos sensibles”.

Ilustración: Luis Sánchez Parejo.

www.elmundo.es/mundial/2010/html/once_literario/forlan.html

El comienzo es, necesariamente, un niño y una pelota. El niño puede tener cualquier nombre pero no cualquier edad, digamos que menos de diez años. La pelota puede ser de materiales bastante variados: cuero cosido, cuero sintético, goma e incluso plástico. No hay demasiado tránsito por la calle a esa hora de la tarde. El niño patea la pelota contra una pared. Toma el rebote y vuelve a patear. Prueba efectos: con la cara interna del pie, con la cara externa, con el empeine, de taco, de rabona, con la punta del dedo gordo. Luego, sólo para variar un poco las cosas, prueba con la otra pierna, la menos hábil, para ponerla a la altura de la pierna buena. Tiros fallidos, tiros buenos, tiros esperanzadores. El sonido de la pelota contra el muro es como la llamada de un tambor. Bum. Bum. No pasará mucho tiempo antes de que aparezca otro niño. Se estipulan las reglas: el arco va de ahí hasta allá, sin tirar a matar en los rebotes, tres goles cada uno y no vale dejárselos hacer. Uno de los niños relata todo, como ha escuchado que relatan los hombres de la radio, porque sabe, de un modo misterioso, que sin narración no hay emoción completa, que un gol sin el grito que lo anuncie no es un gol verdadero.

El nombre que eligen los niños para festejar sus goles callejeros cambia con las épocas. Casi podríamos decir que es el cambio de nombres el que marca el paso de una época a otra. Nuestros abuelos no necesitan decirnos su edad, basta con que se acomoden la boina y digan quién fue el crack que marcó su juventud. Por eso, cuando un joven jugador comienza a destacarse siempre hay algún periodista que le pregunta cuál era su ídolo de la infancia. Entonces el jugador responde: Yo quería ser tal. Fíjense que nunca dice quería ser como tal, no es eso lo que dice, sino que quería ser él. Y de hecho lo fue mil veces a lo largo de otros tantos partidos distribuidos en las tardes de su infancia, pues la admiración de un niño hacia su héroe es de una naturaleza tan pura que establece una identidad entre ambos durante el tiempo que dura la fantasía del juego.

Porque, ¿qué camisetas han recibido los niños uruguayos en las mañanas de reyes de la última década? Siempre la de Forlán, estuviese donde estuviese: la número 21 del Manchester, primero; la número 5 del Villarreal, luego; la número 7 del Atlético Madrid, ahora; la gloriosa celeste de la selección, siempre. La ropa del héroe. Un héroe que a los ojos de un niño es más que botas de oro y trofeos de pichichi, más que una transferencia millonaria, más que una final de Uefa League en la bolsa, porque la intuición del niño entiende que la grandeza no tiene que ver solamente con la grandiosidad. Lo entiende cuando ve a Forlán derrotado y serio, estrechando la mano del adversario que acaba de ganarle, o cuando su equipo le dice "te necesito en otra parte", y hay que olvidarse el traje de delantero estrella para bajar a defender con ropa de obrero. Hombres de cincuenta años se vuelven niños cuando ven que la camiseta uruguaya de Forlán pasa de ser celeste a azul, por obra y gracia de su sudor. Eso no se finge, es real o no es.

Para Uruguay, un país casi insignificante en el mundo actual del fútbol global, el talento por sí solo no vale nada, porque con puro talento no se gana nada, excepto unos millones por concepto de ventas de jugadores a los grandes clubes de Europa. Pero el corazón del hincha no se compra con millones ni con talento de exhibición, se gana con sacrificio, con una forma de jugar que diga: “juego por ustedes, les regalo este gol, es suyo”. Entonces, la gratitud es infinita.

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